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Nunca hacia la derecha o la izquierda, siempre hacia adelante. Hay dos formas de desplazarse por la nieve, como señaló en sus memorias Wright, la del hombre y la del niño. La de quien sabe adónde va y la de quien prefiere adivinarlo mientras avanza.


Y sólo la del niño está condenada a desaparecer. Porque está en la naturaleza del niño quererlo todo, lo alto y lo bajo, lo que hace ruido y lo que no suena, lo que produce atracción y repulsa, lo que llama la atención y lo que carece de ella, lo que es útil y lo que no sirve para nada, lo que mancha las manos y lo que las deja impolutas. Seguir a la vez en la nieve el paso firme de quien le precede, jugando a imitarlo introduciendo los pies diminutos en sus huellas frescas pero también deleitarse con las suyas propias, que van en una y otra dirección antes de tomar el rumbo marcado. Escuchar el sonido de su respiración y la de quienes le acompañan pero también los trinos de los pájaros, el chasquido en las ramas de los árboles, producido quién sabe por qué motivo. Dirigirse a donde le indican pero también allí donde surge algo inesperado, donde se intuye un arroyo del que no tenía conocimiento, o un fragmento de vegetación con un color llamativo o simplemente unas piedras anodinas que por alguna razón despiertan su curiosidad. Imaginarse tras lo que ve no sólo lo que existe sino lo que podría existir o incluso lo que nunca existirá, visualizando tras el crujido del follaje lo mismo el empuje de la brisa, que un animal tan distraído como él, que un fantasma acechándole de modo aterrador. Y es tarea del adulto enseñarle que es propio de los hombres juiciosos elegir, no seguir todos los ruidos sino sólo aquel que le orientará hacia su objetivo. No prestar atención a todo lo que le despista sino sólo a aquello de lo que pueda extraer un provecho. No ver lo que podría haber o podría no haber sino sólo lo que hay. No hechizarse con todo lo que le envuelve sino sólo con aquello con lo que un día podrá fundar su vida. No querer lo que brilla y lo que es opaco, lo que ciega y lo que acaricia la vista sino pensar que sólo desde la renuncia, desde la sabía elección, desde la orientación del lazo no hacia todo sino sólo hacia una de las cosas que le rodean, es posible alcanzar algún tipo de emoción, de fruto, y no una masa inconexa de distracciones, un barullo.
Porque los niños lo quieren todo y han de aprender a quedarse con lo que les corresponde. Porque sólo el hombre sabe lo que es verdaderamente conveniente. Eso es la educación.

Así es posible acabar creyendo que las cosas sólo existen si están a nuestro servicio. Que sólo lo sólido tiene sentido. Y entender como sospechoso lo que no se puede palpar, lo que no deja constancia, aquello de lo que no se puede guardar registro. Y desconfiar de previsiones, de diagramas y teorías, de lo que aún no ha sido plasmado ni imaginado, de lo que no posee materia y nunca la tendrá. Lo incontrolado, lo no específico. Los acontecimientos y los campos de posibilidades, la fantasía. De lo programático porque no tiene cuerpo y de lo no programático porque carece de orientación. Y así es posible levantar muros por todas partes y deleitarse con sus superficies compactas y sentirse reconfortado apoyándose en ellas, buscando protección en sus sombras.
Y así es posible creer que sólo tiene interés construir, mostrar las costuras, juntar unas cosas con otras hasta producir algo más grande, no sólo hacer algo sino dejar constancia de que se ha hecho y no sólo dejar constancia sino esforzarse en transparentar el proceso. Como si sólo lo que requiere esfuerzo tuviese sentido, como si hubiera que imponerle a los objetos el poso de nuestros actos, como si no fuesen importantes por sí mismos sino sólo por su elaboración, como si su apariencia fuese insustancial frente a su confección, no su esencia sino la huella. Como si lo que no se ve pero se refleja, como si lo que se difumina y se refracta, por el uso de espejos o la presencia de gotas de lluvia, por la intermediación de telas o la ausencia de luz, por los defectos del medio o nuestra propia visión, no tuviera valor, como si lo engañoso, y lo impreciso y lo no delimitado y lo aproximado y lo indeterminado fuese dañino, como si lo que no se toca pero se piensa tuviese que ser descartado. Como si lo abstracto estuviera corrupto. Como si fuera necesario desconfiar de lo fácil.

Y así es posible creer sólo en lo que está probado. Lo que da seguridad. Lo tradicional. Lo que ha sido ejecutado una y mil veces, porque sólo lo ensayado y demostrado elimina el error, optimiza nuestros actos. Como si lo que precipita, lo que aparece y desaparece, lo relativo, lo que no tiene pies ni quizás cabeza, lo que está arriba pero también abajo, los cuerpos sin órganos y las prótesis que los amplifican y el cíborg, lo que nunca ha sido explicado ni nunca lo será, lo que pertenece no al ámbito de la realidad sino de la fantasía, tuviese que ser por fuerza negativo. Y sospechar que entregarse a lo nuevo es algo así como colgarse un casco con antenas para interactuar con lo que existe y convencerse de que eso ha de ser por fuerza equivocado. Y engañarse deduciendo que es hora de volver la vista atrás.
Y así es posible creer que sólo lo que puede ser explicado es válido, lo que es consecuente y consecutivo, congruente, lo causal, lo que guarda relación, lo que tiene un principio y un fin, lo que puede ser enseñado y por tanto repetido y además adoctrinado, lo que permite que quien habla pueda ser admirado. Como si las raíces no hubieran abandonado aún la tierra, como si la verdad no estuviera en el tronco pero también en las ramas y en los rizomas. Como si en nuestro conocimiento no hubiera saltos. Como si lo que sabemos no fuera fruto sólo de la razón sino también del delirio y las pesadillas. Como si los velos con que nos maquillamos ante los demás no tuvieran que creérselos sólo ellos sino también nosotros.
Y así es posible entender el fracaso, el accidente, no como un punto más en nuestra biografía sino como el resultado de una mala elección.
Así es posible acabar creyendo en mundos en los que la nieve nunca ha existido.



Un hombre descansa en su sillón, en una sala amplia, bien iluminada, ante un gran ventanal que le ofrece la mejor vista posible desde su situación. Tanto lo que vemos como lo que no, nos habla de que todo en ese espacio está controlado. Sus aceptables ropas nos sugieren que la temperatura es la adecuada, los brillos en las superficies pulidas y en las franjas de iluminación que todo está cuidado, la composición de materiales, elegante y anodina, que nos hallamos en uno de esos típicos edificios en los que nada ha sido dejado de la mano ni nada realizado con un mínimo de ambición. Todo correcto. Nuestra vida podría desarrollarse en ese interior sin ningún problema. Nada es más necesario probablemente que saber controlar el espacio en que nos desenvolvemos, ajustar perfectamente sus parámetros. Sin embargo al fondo la vista nos sugiere que hay algo más. Aunque sepamos construir nuestros escenarios, algo nos impulsa a no conformarnos con ellos, con su comodidad, con su solvencia, a seguir probando. Pueden ser viviendas mínimas concebidas como módulos, demasiado angostas como para permitirnos una existencia lo suficiente apacible para nuestras necesidades actuales, tan milimetradas que uno se sentiría asfixiado en su interior. Tan imperfectas como para que sus moradores acaben huyendo de ellas, como para que incluso se plantee su demolición. No importa, la idea permanecerá. Seguiremos dudando de lo que ya sabemos cómo funciona, lo que se amolda a nosotros, porque siempre pervivirá esa necesidad de plantearnos las cosas, de cuestionar la realidad, de reflexionar, quién sabe si para llegar a conclusiones válidas o no, pero sí de intentar encontrar soluciones a los problemas con los que nos encontramos, incluso para encontrar soluciones a los problemas que no tenemos, que no existen, que nunca existirán. Porque en contra de quienes necesitan siempre agarrarse a lo sólido, a lo que ha sido probado, existe también un lugar para lo que aún no ha sido hecho, para lo que está pendiente de imaginar. Porque existe seguramente algo más que saber hacer bien sin más las cosas.