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Preferiría hacerlo


Ante nosotros el objeto, la imagen, una foto cualquiera. Nuestra tarea encontrarle una explicación. Un suplemento que la vuelva relevante. Podríamos guardar silencio, pero necesitamos añadirle algo que le dé sentido, que la haga trascendente. Sin embargo por qué no dejarla tal como está. ¿Por qué no evitarle al objeto nuestras tendenciosas adiciones?
Hablamos pero, ¿por qué no callar?



No deja de resultarme curioso el rechazo de las ideas a los adjetivos. Creo que es una curiosidad poco interesada, lo mismo me fascinaría que en vez de rechazarlos los reclamasen. Una vez que intentamos decir algo, todo aquello que añadamos, que no tenga que ver con el tema tratado, lo destruirá. El objeto no quiere aditivos innecesarios. No tendría que ser así, quizás, una vez que hemos logrado expresarnos, bien podría ser bienvenido todo aquello que nos entretenga, igual que contemplar a los pasajeros en un vagón de tren nos distrae con agrado de nuestros más severos pensamientos. Sin embargo parece que el receptor necesita estar centrado en lo que decimos, lo que lo despiste, lo desvíe, arruinará nuestro discurso. A más añadidos menos comprensión. Por ello hay que tener cuidado con nuestra subjetividad, cuanto más nos ceguemos con ella -una de nuestras pasiones en realidad- cuanto más añadamos lo nuestro y no lo que está en el objeto, más posibilidades hay de que acabemos no diciendo nada. Así la pregunta que parece plantearse al reflexionar es, ¿cuántas palabras es posible quitar hasta que lo que hemos dicho siga teniendo sentido?
Eliminar añadidos al objeto. Eliminar añadidos. Eliminar.

Desde ese punto de vista me fascina la clarividencia del mal escritor. Cada vez que nuestras palabras fracasan, cada vez que concluimos un escrito que no revela nada, nos asalta una certeza. ¿Para qué tanto ruido? ¿Para qué tantas muecas y energías malgastadas? ¿No es nuestro sacrificio, el silencio, el mejor favor que podemos hacerle a nadie? El deseo de renunciar, la promesa de no volver a empuñar nunca más la pluma, nuestro mejor regalo.

Hay en esa renuncia no exenta de rencor, algo de enfermedad adolescente. Por sentirnos ignorados. Como si sólo nos importase ser escuchados. Como si en realidad no tuviésemos ningún interés por lo que decimos. Como si una vez que hemos logrado expresar algo trascendente fuese relevante quién lo escuchase. Como si no tuviese validez por sí mismo lo dicho, lo pensado. Para esa patología hay especialistas y tratamientos probados, seguro. Y en ella está implícito no cabe duda el mayor peligro al que podemos enfrentarnos: el de concedernos demasiada importancia, el del envanecimiento, el de sucumbir a nuestra subjetividad, a nuestro engreimiento hasta construir una niebla que nos impida ver lo que está delante, olvidar que estamos hablando de algo ajeno. Que no hemos sido vencidos aún totalmente lo expresa, sin embargo, nuestra reacción ante la revelación ajena. Cuando en nuestras manos cae un escrito valioso del que no hemos sido autores lo más probable es que no sintamos envidia o disgusto sino satisfacción, el placer de encontrarnos con lo trascendente. Y que recuperemos las ansias de hablar quizás.

Si hacemos caso de la ortodoxia filosófica, es en la potencia del no donde reside nuestra verdadera fuerza. Un niño, una persona cualquiera, no importa su formación, puede desear disponer de cualquier capacidad, infinitas posibilidades se abren ante él, convertirse en arquitecto por ejemplo, pero no la opuesta dejar de serlo. Para aspirar a perder una facultad es necesario poseerla previamente. Sólo nosotros los arquitectos podemos decidir no ser más arquitectos puesto que eso es lo que somos. Así nuestra verdadera responsabilidad estaría en hacer honor a nuestro nombre, admitir que se nos asigne ese calificativo sólo si nos comportamos como tales, renunciar a él en caso contrario. Nuestra verdadera autoridad nos la conferiría no hablar sino callar, no actuar sino dejar de hacerlo, sólo cuando nos hayamos planteado la posibilidad de no hablar tendrá sentido expresarse, cuando lo que decimos supere como mínimo a aquello que existiría si no dijésemos nada.

Me fascina también la paradoja de cómo entonces, cuando comprendemos que deberíamos medir nuestras palabras es cuando recuperamos el habla. Cuando nuestros ojos se abren al objeto es cuando podemos intentar volver a decir algo sobre él, aunque nos aceche nuevamente el fracaso. Por una doble razón seguramente: Es al sentirnos constreñidos por lo trascendente, al advertir su muro ante nosotros empujándonos a guardar silencio, que recuperamos las ansias de libertad, que se abre la necesidad de rebatirlo, de demostrar que el discurso aún es posible siguiendo sus propias reglas. Es al tomar consciencia de la banalidad en la que podemos caer, de lo inútiles que pueden resultar nuestras palabras, que estamos en disposición por fin de adquirir las herramientas para superar esa banalidad, esa inutilidad.
Es entonces cuando nos sorprendemos escuchando: preferiría hacerlo.

Me pregunto como siempre, si esa lucha un tanto ridícula, no es el principio del habla. Esa lucha de polaridades opuestas. Primero callar. Luego volver a hablar. Fuga hacia el silencio como necesidad de que todo lo que decimos tenga valor. Vuelta a la palabra para alcanzar lo que no comprendemos. Es posible que sólo en esa tensión entre ambos extremos surja el significado.
Di. Di algo. Digamos algo.